Durante muchos años, estuvimos empujando para que la rehabilitación energética de la edificación sucediera, pero no era una prioridad para la gente. Finalmente, las cosas cambiaron de golpe con el coronavirus, que trajo varias cosas juntas. Por un lado, trajo más interés de las personas por la calidad ambiental de sus viviendas. Por el otro, un mayor empobrecimiento de muchos y la retracción de otros que tal vez sí podían, ante una inversión que se seguía considerando grande. Por último, añadiendo urgencia e interés a las líneas Europeas del Green Deal, en la forma de la Renovation Wave, la oleada de rehabilitación…, trajo la entrada de mucho, mucho dinero de los Fondos de Recuperación Europeos (Next Generation EU). Fondos que, en España, se articularon en el Plan España Puede y en los presupuestos, con una cifra de cinco a siete mil millones de euros en tres años para este concepto.
Esto daba para hacer la rehabilitación profunda de unos cuantos cientos de miles de viviendas al año. El problema es que este volumen estaba como veinte o treinta veces por encima de lo que se estaba haciendo en aquel momento. ¿Iba a ser posible?
Porque la rehabilitación energética era una intervención ideal para generar puestos de trabajo, reducir la dependencia, contaminar menos, y proporcionar confort y empoderamiento energético y ambiental en el lugar más adecuado para ello: el propio hogar de cada cual.
Por no hablar, por supuesto, de la revalorización de las viviendas, que ya empezaba a estar claro que ese era el camino. Porque, de no rehabilitarse, las viviendas no solo no adquirirían mayor valor sino que sencillamente cada día valdrían menos. Todas estas ventajas, como solíamos decir, por el precio de un coche o por mucho menos, dependiendo de lo que los fondos de recuperación facilitaran las inversiones.
En aquel momento podía suceder que las familias continuaran sin decidirse, pero, con todas estas ventajas, también podía suceder que decidieran de golpe, con lo que se correría el riesgo de no ser capaz de atender la demanda, haciendo un mal uso de los fondos de recuperación, que podrían perderse en parte. Era necesario anticiparse a la situación, con una acción que permitiera, por un lado, motivar y, por otro, gestionar adecuadamente la demanda. La solución que propusimos fue una lista de espera a nivel estatal.
Las listas de espera, en muchos casos indeseables, como cuando afectan a cuestiones médicas, en otros pueden resolver muchas cosas. Una lista de espera aparece cuando uno tiene un producto indiscutible, pero no posee capacidad de fabricarlo a la velocidad requerida. Curiosamente puede no ser disuasoria, porque comunica rápidamente que el producto vale la pena y puede generar una dinámica positiva, así que a simple vista había dos aspectos buenos: no defraudar y motivar, invitando a todos a apuntarse a una “movida colectiva”, algo que era muy necesario para nuestra recuperación económica tras la pandemia.
Tuvo que ser una lista de espera de plazos largos y de certezas, adecuada a la toma de decisiones de las comunidades de vecinos, que son el gran marco, tan fundamental como difícil, de la decisión de la rehabilitación. Con la lista de espera, la decisión se podía amoldar a su ritmo de adquisición de compromisos poco a poco. Tal vez tardaras varios años en poder rehabilitar, pero podías tener la certeza de que el apoyo te llegaría en su momento. Y los primeros que se apuntaran recibirían beneficios económicos superiores a los que se apuntaran después: por ejemplo, hasta el 120% de la inversión de la rehabilitación para las primeras intervenciones, bajando hasta cero en 2030.
Pero lo más importante es que una lista de espera suficientemente “poblada” permitiría ajustar adecuada y ordenadamente los esfuerzos para atender la demanda, aportando viabilidad y fiabilidad tanto a la inversión en desarrollos empresariales, como a la investigación y la formación, permitiendo que las personas que se capacitaran salieran con un trabajo asegurado.
Aquí es donde el relato, si estuviéramos escribiendo esto en 2030 y mirando hacia la década que acabaría de concluir en ese año, podría continuar diciendo que el resultado fue fantástico porque muchas familias se animaron a formar parte de esta movida española. Que el sistema estaba tan inteligentemente diseñado que, por medio de una facilitación completa y de una financiación adecuada a cada caso, se consiguieron todos los objetivos en cuanto a volumen de rehabilitación, bienestar y empoderamiento energético.
Que el arranque fue poco a poco, apoyando fuertemente a las primeras realizaciones para que fueran impecables y muy visibles, e invirtiendo, al mismo tiempo, en desarrollo estructural de fondo. Que luego fue creciendo, ordenada y rápidamente, hasta conseguir una velocidad de crucero de 500.000 viviendas rehabilitadas al año en 2030, con un número superior al millón y medio en toda la década 2021-2030.
Rehabilitación de verdad, consiguiendo ahorros de más del 60% e integrando, además, renovables según el concepto de edificio de consumo casi nulo, como paso firme hacia la descarbonización total de la edificación a 2050.
Que fue un “chute” fantástico para la economía real; que, como parte muy relevante de las políticas de vivienda, consiguió reducir la desigualdad y la pobreza energética. Que, en conjunto, introdujo una elasticidad y una flexibilidad que hizo que los fondos de recuperación pudieran distribuirse en un plazo de tiempo más largo, permitiendo su aterrizaje y absorción ordenada.
Como no escribo en 2030 sino en 2021, al inicio de la década, este relato de éxito es una ficción, pero es una ficción posible si se hacen las cosas bien como iremos viendo. Claro que sí, ¿por qué no?